TEXTO: Marcos 9:2-8
 

«Seis días después, Jesús se llevó aparte a Pedro, Jacobo y Juan. Los llevó a un monte alto, y allí se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron resplandecientes y muy blancos, como la nieve. ¡Nadie en este mundo que los lavara podría dejarlos tan blancos! Y se les aparecieron Elías y Moisés, y hablaban con Jesús. Pedro le dijo entonces a Jesús: «Maestro, ¡qué bueno es para nosotros estar aquí! Vamos a hacer tres cobertizos; uno para ti, otro para Moisés, y otro para Elías.» Y es que no sabía qué decir, pues todos estaban espantados. En eso, vino una nube y les hizo sombra. Y desde la nube se oyó una voz que decía: «Éste es mi Hijo amado. ¡Escúchenlo!» Miraron a su alrededor, pero no vieron a nadie; sólo Jesús estaba con ellos.» 

En el caos y la confusión del mundo moderno, en medio de todos los avances de la ciencia y la tecnología del siglo 21, la gente parece estar más desorientada que nunca con respecto a cómo encarar la vida.

Necesitamos una respuesta profunda y duradera, pero, ¿qué pasa cuando la respuesta es tan abrumadora que no podemos soportarla, o tan amplia que no podemos comprenderla? Según dice el periódico, Europa sigue tratando de solucionar el tema de las deudas adquiridas a lo largo de los años. Por todo el mundo siguen estallando guerras. Las consecuencias de todas estas cosas parecen estar más allá de nuestra comprensión, aun cuando todas esas deudas se logren pagar.

Pero la Biblia dice que hay un problema aún más grande: la culpa y el juicio que viene sobre todos nosotros por ser pecadores y rebelarnos contra Aquél que nos creó. Realmente el mal existe en cada corazón humano y no hay remedio, ni religioso ni secular, para este virus mortal.

El gran científico Albert Einstein dijo: «Es más fácil desnaturalizar el plutonio, que desnaturalizar el espíritu malvado del hombre».

El tema que rodea los acontecimientos de la lectura para hoy tiene que ver con Jesús como Salvador. Pedro acababa de afirmar que Jesús era «el Cristo, el Hijo de Dios», y Jesús acepta su afirmación, pero agrega que aun así él debe sufrir y morir para cumplir con la obra que había venido a hacer. Ese era el precio que estaba pendiente en la vida de Jesucristo en nuestra lectura: pagar la factura por la salvación de la humanidad pecadora. Esa es una factura que nadie puede pagar por sí mismo, a la vez que es un juicio del que nadie puede huir.

En el monte donde fue a orar, acompañado de algunos de sus discípulos, Jesús fue transfigurado. Literalmente sufrió una metamorfosis, o sea que su apariencia cambió drásticamente. Su divinidad «se dejó ver». Pero, ¿por qué, con qué motivo?

Es que tanto esos discípulos, como todos los que creemos en Jesús, necesitamos saber una y otra vez quién es este Jesús, este Mesías sufriente, para poder confiar cada vez más en él, y para ser fortalecidos, especialmente esos primeros discípulos, para enfrentar los acontecimientos que estaban por suceder.

Leemos nuevamente el texto bíblico para hoy, del Evangelio de Marcos: «Seis días después, Jesús se llevó aparte a Pedro, Jacobo y Juan… y se transfiguró delante de ellos… Y se les aparecieron Elías y Moisés, y hablaban con Jesús… En eso, vino una nube… Y desde la nube se oyó una voz que decía: «Éste es mi Hijo amado. ¡Escúchenlo!»

A veces nos resulta difícil comprender la profundidad a la cual Dios debe llegar para perdonar nuestro pecado y para, literalmente, rescatarnos para la vida eterna.

Un reto parecido tuvo el Dr. Christianson, profesor de religión, cuando dictaba el curso obligatorio sobre cristianismo en una pequeña universidad en los Estados Unidos. Todos los estudiantes debían tomar este curso sin importar la carrera que seguían. Aunque el profesor trataba de comunicar en su clase lo inigualable del evangelio, la mayoría de los estudiantes consideraba que su curso era aburrido. Simplemente, no entendían.

Un año, el profesor Christianson tuvo un alumno especial: Esteban, un estudiante de primer año, y el mejor de su clase. Esteban no sólo era popular y querido, sino que también era muy atractivo físicamente. Aunque estaba en primer año, era el centro delantero del equipo de fútbol.

El Dr. Christianson tuvo una idea: quizás este año, con la ayuda de Esteban, lograra que su clase entendiera lo que Cristo hizo por cada uno de nosotros. Así que un día, después de clase, le preguntó a Esteban cuántas flexiones podía hacer. Esteban le dijo que cada noche hacía alrededor de doscientas.

«Muy bien, dijo el profesor. ¿Crees que podrías aumentar a trescientas?»

«No sé», le respondió Esteban. «Nunca he hecho trescientas seguidas.»

«No tienes que hacerlas todas seguidas», le dijo el profesor, y continuó: «¿Crees poder hacerlas en clase, en series de diez?»

«Sí, creo que sí», le contestó Esteban.

«Muy bien», le dijo el profesor. «Necesito que lo hagas este viernes. Déjame explicarte lo que tengo en mente.»

El viernes Esteban llegó temprano a clase, y se sentó adelante de todos. Cuando la clase comenzó, el profesor sacó una caja de rosquillas. Eran de las mejores: glaseadas y rellenas de crema. Todos los alumnos estaban contentos porque era la última clase del viernes, y ya anticipaban el fin de semana.

El Dr. Christianson se dirigió a la primera chica de la primera fila y le preguntó: «Carina, ¿quieres una rosquilla?»

Carina dijo: «Sí.»

Entonces el Dr. Christianson lo miró a Esteban, y le preguntó: «Esteban, ¿harías diez flexiones para que Carina pueda recibir una rosquilla?»

«Claro», dijo Esteban, y se fue al frente del salón, las hizo, y regresó a su lugar. El Dr. Christianson puso una rosquilla sobre el pupitre de Carina.

Luego el profesor se dirigió a José, el siguiente en la fila, y le preguntó: «José, ¿quieres una rosquilla?»

José dijo que sí, así que una vez más, el profesor le preguntó a Esteban si haría diez flexiones para que José recibiera una rosquilla. Esteban las hizo, y José recibió la rosquilla. Y así sucesivamente, fila a fila, Esteban fue haciendo diez flexiones para cada persona.

Cuando el Dr. Christianson llegó a Juan, que también era atleta, y le preguntó si quería una rosquilla, Juan le dijo: «Claro, pero ¿puedo hacer mis propias flexiones?»

El profesor le contestó: «No, las tiene que hacer Esteban.»

Entonces Juan dijo: «Bueno, entonces no quiero».

El Dr. Christianson se encogió de hombros, luego se volteó hacia Esteban, y le preguntó:
«Esteban, ¿harías diez flexiones para que Juan reciba una rosquilla que no quiere?» Con perfecta obediencia, Esteban comenzó a hacer las diez flexiones.

Pero Juan protestó: «Pero, profesor, ¡yo dije que no quiero!»

A lo que el profesor contestó: «Éste es mi salón, mi clase, mis pupitres, y éstas son mis rosquillas. Si no la quieres, la puedes dejar sobre el pupitre». Cuando Esteban hizo las diez flexiones, el profesor puso una rosquilla sobre el pupitre de Juan, y continuó.

A esa altura, Esteban había empezado a disminuir un poco la velocidad. Ya no se levantaba del suelo entre las series, porque estaba cansado. En su frente se podían ver pequeñas gotas de sudor. El profesor comenzó con la tercera fila, pero los estudiantes estaban empezando a enojarse.

Cuando le preguntó a Jenny si quería una rosquilla, ella dijo duramente: «No».

Christianson se volteó hacia Esteban, y le dijo: «Esteban, ¿harías otras diez flexiones para que Jenny reciba una rosquilla que no quiere?» Esteban lo hizo, y Jenny recibió su rosquilla.

Para entonces, una creciente sensación de inquietud llenaba el salón. Los estudiantes comenzaron a decir que «No», y cada vez eran más las rosquillas intactas sobre los pupitres. Por su parte, a Esteban las flexiones cada vez se le volvían más difíciles: sus brazos y frente estaban rojos del esfuerzo, y el sudor le empezaba a correr por su cara… y todo para que los estudiantes pudieran recibir la rosquilla y ser parte de la fiesta. Pero el profesor seguía, persona tras persona. Nadie iba a ser excluido.

Justo entonces sonó la campana. El profesor les dijo a los estudiantes que permanecieran en sus asientos. Otros miraban dentro del salón, y veían a Esteban haciendo flexiones, y a los demás recibiendo rosquillas. Un estudiante preguntó si podía entrar a ver lo que estaba pasando, y todos le dijeron que no, pero Esteban levantó la cabeza del piso y dijo que lo dejaran entrar.

El profesor Christianson le dijo: «¿Te das cuenta que si Roberto entra, tendrás que hacer diez flexiones por él?» Esteban le dijo que sí, y así lo hizo, y Roberto, un poco desconcertado, recibió su rosquilla.

Esto continuó hasta que todos los estudiantes, e incluso los visitantes, recibieron las «bendiciones del trabajo de Esteban». Diez flexiones para cada persona, sin excusas, sin evasiones. Perfectas. Mientras los estudiantes miraban, Esteban dio lo mejor de sí por ellos. Sus brazos temblaban, su espalda tambaleaba, su cintura no se levantaba del piso, pero hizo diez flexiones perfectas por cada uno. El salón estaba en silencio; no había ningún ojo seco. 

Finalmente, el profesor llegó a Susana, la última estudiante, y le preguntó: «Susana, ¿quieres una rosquilla?» 

Susana empezó a llorar. «Dr. Christianson, ¿por qué no puedo ayudarlo?» 
Christianson dijo, también con lágrimas: «Porque Esteban tiene que hacerlo solo. Le he asignado esa tarea, y él es responsable de que todos tengan la oportunidad de recibir una rosquilla aunque no la quieran». Esteban hizo diez flexiones, y Susana recibió su rosquilla. 

Cuando Esteban terminó lentamente su última flexión, habiendo logrado todo lo que se le había pedido, o sea, habiendo hecho 350 flexiones para que todos pudieran recibir el regalo que el profesor Christianson quería que recibieran, sus brazos se doblaron y cayó al piso. 

Entonces el profesor Christianson habló una última vez: «Cuando decidí hacer esta fiesta, miré mi libro de calificaciones. Esteban es el único que tiene calificaciones perfectas. Todos los demás han perdido un examen, faltado a alguna clase, o me han entregado un trabajo de calidad inferior. Esteban me dijo que en la práctica de fútbol, cuando un jugador falla, debe hacer flexiones. Yo le dije a él que ninguno de ustedes podía venir a mi fiesta a menos que él pagara el precio haciendo las flexiones que ustedes debían hacer. Él y yo hicimos un trato por el bien de ustedes: Esteban haría diez flexiones para que ustedes pudieran estar aquí.

Y este es un ejemplo insuficiente y trivial, comparado con la perfecta obediencia y sacrificio de Jesús en la cruz por ustedes quien, habiendo hecho todo lo que se le exigía por ustedes, entregó su vida.

Ese día, en esa clase, ese estudiante pagó el precio para que todos pudieran recibir una rosquilla y pudieran participar de la fiesta. Los estudiantes no se lo habían ganado, sólo Esteban lo había ganado con su puntaje perfecto. Pero, ¿notaron sus reacciones? Tristeza, confusión, agobio, incluso enojo. 

Los estudiantes no pudieron soportar el ver a alguien haciendo diez flexiones por una rosquilla. ¿Puedes imaginarte lo que esos discípulos de Jesús, los de la lectura para hoy, sintieron cuando vieron a Jesús colgando de la cruz por ellos? 

¿Y tú? ¿Comprendes lo que significa que necesitas el sacrificio del Hijo de Dios para vivir? ¿Comprendes el precio que Jesús pagó en la cruz para que tus pecados, tu culpa, y la inutilidad de tus mejores esfuerzos fueran transformados en perdón misericordioso, vida eterna, salvación, esperanza duradera, y paz? Ese es el arrepentimiento de la fe. La gloria de Jesús se manifiesta para darle seguridad a esos discípulos de quién es él. Para que cuando el peso del sufrimiento de Jesús los golpee, no los abrume ni los aplaste. Para que tengan la seguridad que, aun en medio de tan increíble sacrificio Dios los ama, y que la vida y la salvación de Cristo son suyas por su gracia. 

La gloria de Jesús se manifiesta y la voz de Dios Padre les asegura a esos discípulos, y a nosotros: «Este es mi hijo amado. ¡Escúchenlo!» ¡Qué momento! Imagínense a los discípulos viendo a Moisés y a Elías, las voces de Dios del Antiguo Testamento, y luego viendo a Jesús no sólo como hombre, sino como el Dios Hombre ante quien hasta Moisés y Elías se inclinaron y adoraron. Esa fue una experiencia cumbre que los sostuvo en los días de lucha y sufrimiento, y que hizo que confiaran más en Jesús, depositando su fe en él. 

Pero, pastor, ¿y nosotros qué? ¿Acaso no necesitamos nosotros también vivir una experiencia así? ¡Por supuesto que sí! Pero a la manera de Dios. Y Dios ha decidido mostrarnos no sólo un pedacito de gloria, como a los primeros discípulos, sino la gloria completa. Los discípulos recibieron mucha bendición ese día, pero quedaron confundidos. Jesús les dijo que no hablaran de lo que habían experimentado hasta después de su resurrección, y ellos dijeron: ‘¿Resurrección?, ¿qué es eso?’ 

Ellos sólo tuvieron una manifestación fugaz de la gloria de Dios, pero nosotros tenemos la plenitud de esa manifestación. Cada vez que abres la Palabra de Dios y lees lo que él ha hecho por ti, estás recibiendo esa manifestación plena de Dios que los primeros discípulos hubieran querido conocer. Años más tarde, el mismo Pedro escribió: «Contamos con la muy confiable palabra profética» (2 Pedro 1:19). 

Jesús no era un simple hombre: ¡era el hijo de Dios! Desde la primera promesa de Génesis, hasta su vida, muerte y resurrección, él tenía el control… incluso cuando iba hacia la cruz para sufrir el infierno en lugar tuyo y mío. ¡Sus caminos, sus palabras y promesas son verdad! Los discípulos apenas tuvieron un vistazo de la resurrección. Tú y yo tenemos la plenitud de su obra en la Biblia, donde leemos y aprendemos sobre el plan y la obra de Dios.

Cuando los cristianos escuchamos la Palabra de Dios y recibimos los dones del Bautismo y la Santa Cena en medio del trajín diario de esta vida, recibimos más que un simple vistazo del cielo: recibimos en nuestras vidas los beneficios de la obra culminada de Jesucristo. Es como si estuviéramos recibiendo el «abrazo de la gracia» de Dios que fortalece nuestro caminar con Jesucristo hasta que nos llame para estar con él para siempre.

A fin de año, Alicia viajaba sola por una escarpada carretera desde Alberta hasta la localidad de Whitehorse en la provincia de Yukón, Canadá. No tenía idea que a nadie se le ocurriría hacer ese camino, donde sólo se aventuran vehículos con tracción en las cuatro ruedas, en un Honda Civic todo destartalado, y sola. La primera noche encontró alojamiento en un hostal en las montañas. Pidió que la despertaran a las 5 de la mañana, para emprender el viaje temprano. Recién a la mañana siguiente, cuando se levantó y vio la niebla que envolvía la cima de la montaña, comprendió la sorpresa del recepcionista ante su solicitud. No queriendo parecer tonta, igual se preparó, desayunó, y siguió adelante con su plan. Dos camioneros la invitaron a sentarse con ellos y, como el lugar era tan pequeño, no tuvo más remedio que aceptar. «¿Para dónde vas?», le preguntó uno de ellos. ‘A Whitehorse’, le respondió. «¿En ese auto pequeño? ¡De ninguna manera! Esta carretera es muy peligrosa en invierno». «Pero estoy decidida a hacerlo», fue la respuesta audaz, pero ignorante, de Alicia. «Entonces, vamos a tener que abrazarte», sugirió el camionero. 

Alicia retrocedió. «¡De ninguna manera voy a dejar que me toquen!» «¡No así!», se rieron los camioneros. «Vamos a poner un camión delante de ti y el otro detrás. Así te ayudaremos a pasar las montañas». Y así, toda esa nublada mañana Alicia siguió los dos puntos rojos en frente de ella, y tuvo la seguridad de tener un escolta detrás. 

Este mundo está lleno de pozos y valles, de caminos rocosos y accidentados. Muchas veces nos quedamos atrapados en la niebla, o en cosas peores. Necesitamos ser «abrazados» con un abrazo eterno y duradero que nos sane, nos perdone, y nos guíe. En medio de los desafíos, los problemas y las luchas de la vida, debes saber que el Señor Jesús transfigurado y resucitado ha hecho todo por ti. 

Y cuando lees su Palabra, no sólo obtienes un vistazo, sino que recibes la plenitud de su gracia. Que esta Palabra, llena de su Espíritu, te abrace y te sostenga en su gracia. Que los dones de su Palabra y sus sacramentos te fortalezcan para que siempre recuerdes que puedes vivir valientemente en él, ahora y para siempre.